Los momentos fueron juntándose como copos
de nieve en ese invierno que empezaba a despedirse. En ocasiones éramos un
montón de elocuencia, de verborragia, de enunciados dignos de ser recordados,
yo todo voz y vos toda poesía… avatares inéditos y voraces que acababan con las
dudas. Hasta el momento, nada era claro, apenas tomarnos de la mano y
descender, lentamente, los escalones que confluían en algún lugar común.
Era todo programar viajes, dormirnos en el
cine, ensayar escenas de amor en la cuevita de Acoyte, mientras aguardábamos la
llegada del transporte… mirarte con urgencia antes que partieras a los brazos
oníricos de la noche. Todo eso era la caja de nuestras fotografías, el umbral
desde el que observábamos la vida, mientras nos vestíamos de ternura acumulada,
de pasado pisado, de eternidades ambulantes.
Me costó confesar que sentía cosas por vos,
no quería asustarte, mucho menos perderte, entendía la presión que eso
ocasionaba en tu persona.
De pronto, todo volvía a su curso normal y
nos envolvíamos en almíbar, en ofrendas de dulzura y risas contagiosas. Algún
lugar en la ciudad siempre esperaba por nosotros, era llegar y ser el centro de
todo, la envidia de los habitantes, el amor sincero que se corona en ese jugar
al ciclope, hundiéndose en la vista del otro, acortando el horizonte y cortando
la respiración.
Un juego de espejos perfectos, claro de
luna simbólico, inquietante… mientras todas las luces se apagaban, nosotros
iniciábamos la fiesta de los besos con solo pensarnos.
El regreso era toda una ceremonia, un
segundo de hermosa quietud, donde sólo vos y yo sabíamos torcer el rumbo de las
cosas; te veía irte sin resignación, con zozobra, abrazando ese abrazo tuyo que
quedaba tatuado en mi pecho, el perfume de tu pelo adornando mis manos que te
acariciaban como el pintor acaricia su lienzo, el creador su creación y el
poeta su pluma… todo podía vislumbrarse, percibirse en el aire, en el ambiente,
en las postales que inmortalizábamos en medio de esa peatonal rebosante de
turismo, tango y nostalgia.
Eras mi domingo a la mañana, mi alba
nocturna, sesgada por el amor que paríamos en cada reencuentro.
Sabía que mi destino eras vos y, por eso,
decidí seguir escribiendo el futuro en tus ojos, en tu cuerpo, tallar con mis
manos el devenir de este amor que era la inmensidad, el delirio utópico de un
niño y la crepuscular música de un verano frente a un mar, al que deseo que me
acompañes para perder los miedos.
Sol urbano nacido de un verso que mis
labios pronunciaron, la Macondo de mis viajes virtuales hacia tu existencia, el
trazo más bonito de mi pincel derruido por el tiempo.
Mi locura por vos me condena al chaleco,
sos la aerosilla hacia la cúspide celestial, el sonido armonioso de un viento
al costado de la ruta, la palidez de alguna salina norteña, el rubor de algún
atardecer frente al pacífico o la triquiñuela de alguna capital del viejo
mundo…
Yo te confieso mi amor y lo hago llegar
hasta tu ventana, si se abre en silencio cuando recién despiertes, quizá vaya a
sorprenderte y a lanzarme de lleno a vos, hasta dejarte sin aliento… ¿aceptás
el desafío y un interminable beso?
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